martes, 28 de octubre de 2008

TÓPICOS ANTIDEMOCRÁTICOS











(Primera sesión del seminario "Conceptos básicos de la democracia", 27/Octubre/2008).


Los tópicos delatan las creencias dominantes en una sociedad, los prejuicios colectivos más inconscientes y extendidos. Su función primera es acomodarnos al grupo, arroparnos con "lo que se lleva", vestirnos a la moda verbal del momento a fin de llegar a "ser de los nuestros". En una palabra, volvernos normales. ¿Pero olvidaremos que, según nos previno Adorno, la normalidad es la enfermedad moral de nuestro siglo? A base de amontonar esos lugares comunes, construimos nuestra comunicación más impersonal y automática, la más degradada. Decir lo que se dice ofrece la ventaja de que nos permite ahorrar el esfuerzo de ponernos a aprender, opinar sin el riesgo de pensar lo que decimos y, de paso, alcanzar la ilusoria certeza de entender y ser entendidos.

Para ceñirnos sólo a los tópicos políticos, nadie imagine que resultan tan sólo modos más o menos inocentes de expresarnos. Tal vez no haya otro síntoma más palmario de la pobreza conceptual y de las deficientes actitudes cívicas arraigadas entre nosotros que los lugares comunes con que las gentes se expresan. Ellos solos confirmarían la sospecha de que los ciudadanos capaces de comprender el sentido de sus instituciones públicas resultan cada vez menos numerosos. Bajo su usual y amable apariencia, no sólo nos instalan en una cháchara vacía y satisfecha, sino que provocan efectos públicos desastrosos. "Entre las condiciones para la democracia, la que menos se invoca es que las ideas erróneas sobre la democracia determinan que la democracia funcione mal" (Sartori 1988, 21). La colección de tópicos transmisores de estas ideas erróneas sería interminable, pero bastará con espigar sólo unos pocos bien conocidos.

Los prejuicios contra la política

Que sea, pues, el primero de ellos uno que se hace presente en múltiples campos, pero de efectos letales cuando se aplica al mundo político: Una cosa es la teoría y otra la práctica. Es un lugar común que, en el clima antiintelectualista de nuestros días, suele ser completado por ese otro que ordena dejarse de filosofías para ir al grano o bien olvidarnos de lo abstracto para pasar a lo concreto. Semejantes frases hechas quieren decir varias cosas, a cuál más nefasta.

Significan primero que la política tiene sus propias reglas que nada tienen que ver con lo que consagra su teoría o, más en particular, la moral pública. O sea, que una cosa es el deber ser y otra el ser, y que pasar por alto tal distinción es deslizarse hacia lo ilusorio o utópico. Resulta entonces que la actividad pública se reduce a pura correlación de fuerzas, a trasiego de intereses, a un juego de astucia y amenazas, pero en todo caso algo en lo que nada cuenta de hecho (ni debe contar de derecho) la discusión acerca de principios y, en último término, el valor de la justicia. Tal sería la turbia naturaleza de la política y poco va a mejorarla el hecho de calificarla de democrática.

Aquellas frases apuntan también sin duda a una devaluación del pensamiento en esta materia. Viene a subrayarse que la teoría de la práctica (o sea, acerca de la acción humana) no es tan "teórica" como la teoría propia de la ciencia; es decir, tan exacta, demostrativa y universal como esta última. Pero, aun siendo eso a fin de cuentas cierto, como se verá más adelante, de ahí no se siguen las enseñanzas que acostumbra a sacar el ciudadano medio. A saber, que las conductas privada y pública poco se relacionan con la teoría, como si no fuera ésta la que en buena medida produce o guía aquéllas, o como si tales conductas pudieran mantenerse en caso de que los agentes cambiasen las ideas que las inducen o las justifican. También se dice que la cosa pública representa el reino de la pura opinión, sin la menor aproximación a la verdad; o, lo que es igual, el lugar donde puede ser dicho lo que a cada cual se le ocurra, porque en esto todos albergan un saber de valor parecido y nadie tiene derecho alguno a juzgar ni a educar a nadie. Vengamos, pues, a lo concreto (por ejemplo, al plan municipal de viviendas), se dice, como si la decisión sobre ello no implicara ya conceptos abstractos o juicios de valor..., aunque faltos de análisis y contraste. Pero eso es lo que manda la mentalidad técnica presente: que no se discuta de los fines mismos y de su legitimidad, que se dan por supuesto, sino tan sólo de los medios adecuados a esos fines al parecer inapelables.

No denotan menos prejuicios contra la política y los políticos (y, por eso mismo, contra la democracia y sus autoridades) otro grupo de lugares comunes. Así, se oye por todos lados y a todas horas eso de que alguien es una persona decente porque no se mete en política, sino que va a lo suyo. Y se remata con el máximo timbre de gloria de que sólo vive para su familia: de casa al trabajo y del trabajo a casa. ¿Hará falta enumerar la serie de disparates que ahí están contenidas?

Pues se pregona que la política es un mal, un espacio más o menos perverso en el que reinan los más viles intereses o la mentira y sólo triunfan los canallas. La obligación del hombre honesto será huir de todo contacto con ella. De manera que la única clase de vida valiosa es la privada o íntima, y no hay más vida útil que la laboral, frente a esa otra vida ciudadana a un tiempo carente de valor e inútil. He ahí un capítulo nuclear del catecismo del hombre "normal" de nuestros días, que a muchos les animará a presentar como tarjeta de visita que no soy político... No importa que todo ello contradiga lo que los mejores pensadores morales y políticos nos han enseñado a lo largo de veinticinco siglos. A quienes se desentendían de lo común para preocuparse sólo de lo suyo (idíos), los atenienses del siglo V a.C. ya les llamaban idiotas...

Pero nadie a estas alturas debe ignorar que la política es cosa de los políticos y que sólo a ellos les toca dedicarse a ella, porque para eso les pagamos. Y así dejamos claro qué y cuánto cabe esperar de cualquiera en el cuidado de los asuntos de todos. Pero también revelamos no haber entendido que, como sólo unos pocos podrían hoy vivir para la política, habrá de aceptarse que se viva de la política si queremos que ésta sea lo bastante representativa. ¿Y quién no ha dicho u oído aquello de que todos los políticos son iguales, se sobreentiende: gente de poco fiar o unos aprovechados sin más distinción? Es la fórmula que, además de presumir la pureza intachable de la llamada sociedad civil -la organizada por el dinero y el mercado, no se olvide-, nos permite librarnos del esfuerzo por entender y debatir las diferencias de sus programas. En tono entre cínico y descreído suele añadirse que tenemos los políticos que nos merecemos. Y así, de paso que a ellos los disculpamos por ser de nuestra misma pasta, queda justificada nuestra propia desidia ciudadana. Pero el caso es que, cuando elegimos a esos políticos y los destacamos así sobre los ciudadanos corrientes, no es para que reproduzcan nuestro interés y mediocridad, sino para que representen nuestras mejores aspiraciones. Suena entre nosotros el soniquete habitual de que una determinada situación o medida es despreciable o al menos sospechosa porque se ha politizado y que no hay que politizar las cosas. Pero el caso es que -dejando la esfera privada a buen recaudo- hay que politizar todo lo que nos afecta en tanto que miembros de una polis, y en todo lo posible y cuanto más mejor. Es decir, ha de procurarse que todo lo tocante a nuestra libertad e igualdad públicas, que todo lo que pueda contribuir a nuestra mejor o peor vida colectiva..., pase por el examen del mayor número de ciudadanos, se debata entre ellos y se decida públicamente acerca de su conveniencia. Somos ciudadanos tanto más libres cuanto más politizados. Y, como no se entienda así, no es que el asunto de que se trate esté despolitizado, sino probablemente que habrá sido excluido del juicio y decisión de todos para ser politizado por y en beneficio de algunos. Se replicará que el tópico de marras sólo quiere denunciar los criterios o intervenciones partidistas o sectarias. Pero entonces debería haberse dicho que el problema en cuestión está mal politizado y que hay que empeñarse en politizarlo bien.

Confusiones y banalizaciones

Una de las mayores y más peligrosas simplezas políticas en circulación es la que sigue sosteniendo como si tal cosa que hay que condenar la violencia, venga de donde venga. Semejante consigna parece muestra de una exquisita sensibilidad moral y democrática en quien la emite, pero prueba más bien que éste ignora el abecé de la política o confunde la sociedad de los hombres con la comunión de los santos. Pues los hombres inventamos la política misma para obtener ante todo la seguridad y, después, todo lo demás cuyo resumen es la justicia. Si negáramos también la clase de violencia que el orden civil requiere, entonces nada nos pondría a salvo de una: la del más fuerte sobre los más débiles. A juicio del más elemental sentido común, para que nadie pueda recurrir impunemente a la violencia privada, alguien tendrá que disponer del derecho en exclusiva a ejercerla en nuestro nombre y para nuestra defensa; y ese alguien es el poder público. Eso sí, un Estado de derecho se caracteriza por fijar el marco, los requisitos, los límites a los que la violencia pública ha de atenerse.

Si justificamos aquel presunto pacifismo (en realidad, un blando angelismo) con eso de que la violencia engendra violencia, venimos a añadir entonces otra inmensa y biempensante tontería. Lo que presumiblemente desencadena una cadena imparable de venganzas es la violencia privada, mientras que la pública -cuando se ajusta a derecho- pretende precisamente poner fin a esa cadena infinita. Como tampoco revela gran reflexión repetir que la violencia es inútil, que con la violencia no se consigue nada, cuando es de las conductas más rentables y, por eso, más tentadoras y recurrentes en la vida social y política a lo largo de la historia. Pues ¿quién ha dicho que el miedo es libre? Por desgracia, demasiado a menudo (al quedar sin control racional) el miedo nos deja paralizados y sin iniciativa. Lo libre, en cambio, es la valentía o la cobardía con que respondemos a ese miedo y afrontamos lo temible.

Repetimos con toda convicción (y acierto) la sentencia de que el fin no justifica los medios, para dar a entender que los buenos objetivos no nos autorizan a servirnos de medios deshonestos, y, entre ellos, especialmente el de la violencia. ¿Pero hemos pensado que también pueden ser malvados o ilegítimos los fines, y carecer de todo fundamento razonable los presupuestos invocados en su defensa, se sirvan de los medios de que se sirvan...? A poco que se recapacite, habrá que poner en solfa también otro tópico de notoria actualidad y enorme riesgo. Me refiero a ese de que en ausencia de violencia, todos los proyectos políticos son legítimos o, en declaración aún más contundente, que sin violencia todo es posible. Pues la falta de violencia no justifica por sí sola lo que de suyo fuera injustificable; lo podrá hacer legal, pero no por ello legítimo o dotado de una razón moral que todos podamos aceptar.

Asistimos a una hiperinflación de la palabra "democracia" en la vida pública y no hay quien se prive de jactarse de conocerla o practicarla y hasta de asestar con ella golpes al oponente. Más valdría, parece, atenernos a un nuevo mandato que ordenara "no pronunciarás el nombre de democracia en vano".

El lenguaje político en nuestro país rebosa de expresiones tales como cuando la democracia llegó a España o ahora que vivimos en democracia para significar, por de pronto, el momento histórico en que una dictadura dejó paso a un régimen constitucional. En ese sentido, el tópico no está mal traído y conserva un sentido cabal. Lo preocupante de tal uso es que transporta asimismo la cómoda idea de que la democracia es algo que se adquiere con sólo decir que se ha adquirido, una forma política que se obtiene con la proclamación de una Constitución; en definitiva, un régimen que se conquista y se establece del todo y de una vez por todas. Frente a ello hay que repetir que la democracia, más que un régimen determinado, es ante todo un ideal político. Ninguna democracia establecida coincide con la democracia, es decir, con lo que demanda ese proyecto en dosis de igualdad, libertad, participación cívica o tolerancia. La democracia es una tarea inacabable.

Entretanto, hay demasiados lugares comunes que deforman gravemente la idea de democracia. Uno de ellos es la adjetivación fácil y reiterada de democrática atribuida a una demanda, una perspectiva, una decisión..., cuando se quiere decir simplemente que esa demanda, perspectiva o decisión son mayoritarias. Asimismo, a la hora de subrayar que aquella propuesta o manifestación resultan pacíficas y han transcurrido sin sobresaltos, es decir, con normalidad democrática. Pero el caso es que lo mayoritario no viene a ser sinónimo de democrático, porque la regla de la mayoría no expresa la esencia misma de la democracia, sino su principal instrumento de decisión. Lo contrario se plasma en ese dicho tan demagógico según el cual el pueblo nunca se equivoca, que se asemeja sospechosamente a aquel otro lema mercantil de que el cliente siempre tiene razón.

Un error habitual reside en la pretensión de trasladar sin mayor cuidado la democracia -que es ante todo el gobierno del pueblo o demos- a cualquier otro conjunto social más acá o más allá de la comunidad política. No me refiero ahora a ese uso indebido por el que se bautiza como ganancia democrática la extensión entre las masas del disfrute de un bien o el reinado de una moda. Así se habla de la democratización de la lectura o del turismo, cuando se quiere significar nada más que la masificación o popularización de ciertos hábitos o pautas de consumo. Aludo más bien a ese otro tópico que convoca a un programa de acción con vistas a democratizar la escuela, la universidad o la sanidad.

Pues no. Una cosa es que en estos ámbitos sea conveniente a no dudar la participación de sus miembros o usuarios, otra muy distinta otorgarles a todos ellos iguales derechos y responsabilidades. En los casos mencionados, padres e hijos, maestros y discípulos, médicos y pacientes ni están ni deben estar en pie de igualdad en la toma de decisiones familiares, académicas o sanitarias respectivamente. Un riesgo de la democracia mal entendida es el igualitarismo sin matices. Porque la democracia instaura sólo (y no es poco) la igualdad de derechos políticos entre los ciudadanos e idealmente la igualdad pública de oportunidades entre los individuos; pero no puede ni debe impedir que en múltiples aspectos sociales seamos desiguales y con derechos al reconocimiento diferentes.

Las tres amenazas mayores

No vendría mal resaltar tres peligros que hace ya tiempo asedian a las conciencias democráticas. El primero consiste en su juridización, o sea, en su desmoralización. Ahí están esas expresiones tan recurrentes de que es plenamente legítimo decir o hacer esto o aquello, que cada cual está en su perfecto derecho para pensar o actuar como le venga en gana. ¿Estamos seguros de lo acertado de estas muletillas tan solemnes? La primera no distingue entre legalidad, legitimación y legitimidad, una disposición que conduce a juzgar impecable todo lo que consagra la ley o el uso social mayoritario. Y así la pregunta por su justicia está por lo general de más, el se puede legal (o el se hace social) agota el se debe moral y no tiene sentido interrogarse por el mayor o menor valor de aquel comportamiento o medida: lo valioso se ha transformado hoy en lo válido. De modo que ese estar en su perfecto derecho de decir o hacer no va más allá del permiso que el código nos concede (o que los más nos permiten). Lo que queda bajo silencio es lo conveniente o perjudicial, lo verosímil o absurdo, lo justo o injusto de eso que, al margen de todo ello, es legal. Se plantea, por ejemplo, el valor de una conducta individual o colectiva, los factores que la fomentan o los efectos que de ella pueden derivarse. La respuesta más probable será que el sujeto de marras tiene derecho a ello, y no hay más que hablar.

Reducida la palabra pública al mero derecho de cada cual a pronunciarla, pero sin el menor cuidado de su valor de verdad, nadie tiene por qué esforzarse en pertrecharla de argumentos que la defiendan frente al adversario o que la vuelvan más persuasiva ante las gentes. Como el contrincante tiene vedado de antemano pedirnos razones de nuestras tesis, no sea que parezca cuestionarnos el derecho a exponerlas, nadie debe preocuparse de dar con los fundamentos de sus preferencias políticas. Con ello se desacredita al mismo tiempo todo empeño en propiciar la deliberación acerca de las grandes decisiones públicas. En esta raquítica democracia lo que importa es votar, no debatir lo que se vota; la única facultad en juego es la voluntad, y no la razón. Al final, para nuestros políticos casi todo se resuelve hoy en un voluntarioso apostar, como si la opción adoptada no se basara en argumentos razonables o en unos valores objetivamente preferibles a otros; como si, al contrario, fuera una opción puramente azarosa o sin más apoyo que el capricho.

De ahí también la falsa tolerancia que se muestra en ese todavía manido tópico cargado de excelente conciencia y aceptado como signo de amistoso talante: a saber, que todas las opiniones son respetables. Seguramente no hay frase hecha que mejor condense el antiintelectualismo, el relativismo y, en resumidas cuentas, el nihilismo contemporáneo. Ni expediente más útil para quedar inermes frente a la sinrazón de los ignorantes o el fanatismo de los totalitarios.

Pues, además del que siempre debemos a su sujeto, el único respeto que las opiniones requieren es su libre contraste, por si de él brota un saber más universal y mejor fundado. Sería ya pasmosa la incoherencia de una máxima que, en su mismo enunciado y al admitir lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad y, con ella, su falta de respetabilidad. Con todas las reservas con que se quiera trasladarlo al mundo de la conducta práctica, ¿es que aquí no tiene sitio el principio de no contradicción? Lo que no vale es saltar de un brinco desde el derecho a la libertad de pensamiento o de su expresión... al valor de lo pensado y al derecho a que se respete lo libremente expresado. En una materia que afecta tanto y a tantos, esa libertad de expresión viene a una con el compromiso de argumentar mejor lo que se expresa y con el derecho a (y el deber de) enfrentarse a los argumentos del que mantiene las posturas opuestas a las nuestras.

Al margen de una notoria pereza, semejante lenguaje trasluce un desprecio inocultable hacia las ideas en general y hacia las ideas políticas en particular. En lo que concierne al bien público, sólo hay opiniones y opiniones -además- de calidad equivalente. Si se proclama que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces se viene a consagrar la tesis de que ninguna vale en realidad nada. De ahí, por ejemplo, el habitual ésa será tu opinión, tan aceptable como la de cualquier otro, o el conocido dictamen de que es una opinión muy discutible..., emitido justamente con intención de no discutirla. No es aventurado suponer que tal desdén hacia las ideas provenga de la escasez de nociones y convicciones propias. Ni tampoco es impensable que esté operando una especie de contrato perverso, en virtud del cual estamos dispuestos a tolerar cualquier parecer no ya por consideración al otro (y menos aún a sus ideas), sino a fin de asegurarnos su recíproco consentimiento para nuestras propias ocurrencias. Sea como fuere, tan sensible es el ciudadano de nuestros días a cuanto ofrezca visos coactivos, que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebida imposición. Y así, ante la previsible réplica enojada de No querrá usted convencerme, el buen tono exige disculparse por adelantado: No pretendo convencerle, pero.... Lo que parece presuponer que las ideas políticas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible en el que estuviera vetado adentrarse.

Y todo ello acaba reflejado en la circunspecta recomendación de que no hay que juzgar. Hoy el valor más celebrado es el empeño en no valorar. Semejante abstención, digámoslo cuanto antes, representa a menudo todo lo contrario de altura de miras y tolerancia; certifica más bien la completa dimisión del sujeto civil y moral. No habrá que extrañarse de que, anulados los juicios, reinen sin disputa los prejuicios. Su principal versión será la indiferencia y, con ella, la irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas. De ahí también esa indecente equidistancia, que se cree equitativa por tratar igual a los desiguales; es decir, porque se ahorra el esfuerzo y el riesgo de acercarse a dirimir de qué parte está lo razonable y de cuál la sinrazón, dónde se halla más la justicia o la injusticia... Pero la empresa democrática demanda de los ciudadanos atreverse a juzgar, para así vivir en una sociedad bajo permanente examen público de sus opciones y en continuo debate de sus ideas. Hace ya cuarenta años Hannah Arendt dejó sentado que al criminal Eichmann -como a tantos hombres "terrorificamente normales"- le aquejaba la falta de reflexión para distinguir lo bueno y lo malo. Por eso nos previno contra ese fenómeno contemporáneo sumamente peligroso que es "la tendencia a rechazar el juzgar en general. Se trata de la desgana o incapacidad de relacionarse con los otros mediante el juicio (...). En eso consiste el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal".

Aún queda por recoger un reciente comodín del pensamiento que se tiene por progresista, una presencia obligada en toda conversación de buen gusto. Me refiero a ese cliché según el cual por principio lo diferente o diverso es bueno, de igual modo que la discrepancia o el desacuerdo enriquecen siempre. Su versión estética y cognitiva se resume en que el mundo sería muy aburrido de otra manera, o sea, en caso de que desaparecieran las diferencias y entre los humanos predominara la concordia. En su vertiente moral, el principio no es menos preocupante. Pues lo que viene a consagrar es que lo diverso es valioso, no por ser bueno, sino nada más que por ser diverso. Se niega así todo derecho a emitir cualquier juicio de valor comparativo y nos toca escuchar la biensonante letanía de que tal o cual conducta, creencia o modo de vida no es mejor ni peor, sino simplemente distinta.

Pero es sabido que tópico semejante funciona sobre todo en clave política e inspira la tesis capital de ciertos multiculturalismos y otros torpes relativismos de nuestros días. A saber, que las conductas o costumbres o concepciones del mundo de las gentes no son valiosas por lo que como tales valgan, sino nada más que porque son varias o distintas entre sí. De suerte que ya no se trata de marcar diferencias de valor entre ellas, sencillamente porque el valor supremo está en la mera variedad y diferencia. Ese valor fundamenta el derecho a la diferencia. A partir de tal supuesto, los nacionalismos étnicos dan un paso al frente y extraen de él sus postulados soberanistas. El derecho a la diferencia acaba reivindicando la diferencia de derechos.

Pongamos de momento punto final a esta larga serie para dar paso a los capítulos de este libro. Si el lector se ha visto "descubierto" en alguno de estos tópicos, si ha comprendido así lo conveniente de reforzar su conciencia democrática, se adentrará con más ganas en lo que sigue.

Aurelio Arteta, "El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia", Alianza Editorial.

viernes, 10 de octubre de 2008

CICLO DE SEMINARIOS:

CONCEPTOS BÁSICOS DE LA DEMOCRACIA

DIRIGIDO A: Todos los demócratas que quieran serlo en mayor medida.
PONENTE: Aurelio Arteta Aisa, catedrático de Ética y Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.
LUGAR: Hotel Blanca de Navarra (Avda. Pío XII 43, Pamplona).
HORA: 20:00 a 21:30.
FECHAS: Lunes 27 de Octubre, 24 de Noviembre y 15 de Diciembre de 2008.
INSCRIPCIÓN: Gratuita. Se ruega confirmar asistencia por teléfono ( 689316370 ) o mediante correo electrónico ( conceptosbasicosdelademocracia@gmail.com )
ORGANIZA: UPyD Navarra. Coordinadora territorial.


El Seminario se propone explicar las cuestiones principales acerca de la democracia: su naturaleza y justificación, su procedimiento de toma de decisiones, las figuras básicas que hoy reviste y algunos de los desafíos que afronta. Al ponernos a esta tarea, damos por sentado el notable influjo que un mejor saber político de la gente tendría en la cosa pública y su gobierno: pocas empresas hay tan dependientes de la fuerza y claridad de las razones de sus protagonistas como la democrática. Nuestra conducta ciudadana será relativa a nuestra idea de democracia, a lo que creamos que ésta sea, pero no menos a lo que puede y debe llegar a ser. Por ello nadie nace demócrata, sino que más bien se hace. Nadie puede suponer que ya es demócrata, o que no puede serlo más, o que es demócrata en todos sus comportamientos políticos o que –pase lo que pase- no puede dejar de serlo. El buen ciudadano se halla en estado de educación democrática permanente.

Aurelio Arteta.