lunes, 24 de noviembre de 2008

"Aprender democracia: ¿Por qué?"















(Segunda sesión del seminario "Conceptos básicos de la democracia", 24/Noviembre/2008).



El primer requisito, la condición sine qua non de una democracia, es contar con demócratas. Contar al menos con un número suficiente de ciudadanos como para invitar a los demás a serlo. No estriba tanto en superar modos tribales de convivencia, alcanzar unos prefijados índices de bienestar o dotarse de ciertas instituciones políticas indispensables. Todo ello puede ocurrir, estar presente... y no haber democracia; o haberla sólo nominal, pero no efectiva, si faltan los sujetos capaces de (y dispuestos a) ejercer de ciudadanos. Ser demócrata o ejercer como ciudadano no se reduce a creer ser lo uno o ejercer de lo otro, sino que requiere también querer llegar a serlo y saber cómo serlo y ejercer de tal. Pues bien, no hay medio más seguro para ello que una educación destinada a formar a esos demócratas. Y se engañaría quien viera en esta tesis una declaración retórica más de las tantas que rodean el quehacer educativo o quien la entienda como una llamada a abrir un hueco de rango secundario en los programas de enseñanza. Al contrario, sostenemos que “en una sociedad democrática la ‘educación política’ (...) tiene primacía moral sobre otros objetivos de la educación pública” (Gutmann, 2001: 351).

Claro que sería preciso reconocer de entrada el círculo vicioso que aquí se nos presenta: “la democracia sólo funciona para un pueblo educado para la democracia. Y sólo en la democracia puede un pueblo educarse para la democracia”1. Pero ese círculo puede darse como parcialmente superado si partimos de la situación de nuestros propios regímenes políticos. Por deficientes que éstos sean, es de suponer que muchos de sus ciudadanos estén lo bastante educados como para comprender la necesidad de una mayor educación democrática para todos. Si indagamos el fundamento de esa necesidad, la respuesta que engloba a las demás sería: porque tal educación la demanda el concepto mismo de democracia. Es lo que intentaremos mostrar en este capítulo. Y quien aún se preguntara por qué la democracia ostenta tal prerrogativa entre todos los regímenes políticos, encontrará cumplida respuesta en el capítulo dedicado a su justificación (cap. 4).

Trataremos, pues, en lo que sigue de formular -como en círculos concéntricos- unos cuantos argumentos favorables a esa educación que aquí se postula. No viene mal comenzar repasando las lecciones contenidas en el mito de Protágoras, así como entender el nexo esencial que vincula en las cuestiones prácticas la teoría y la acción correspondiente. Enseguida se deduce que un régimen democrático sólo funcionará como tal gracias a la competencia cívica de sus miembros. Y ello se debe tanto a que aquí pisamos un terreno que -por no ser objeto de ciencia rigurosa- está abierto a las opiniones de todos, como a la dependencia que liga la suerte del individuo y la de la comunidad política. Que es lo mismo que sostener la necesidad de esa educación si se pretende, como se pregona, que los sujetos políticos sean en verdad libres, iguales y razonables. El capítulo se cierra adentrándose en la controvertida cuestión del cómo ha de organizarse esta enseñanza en una sociedad democrática y de cuál será la institución por naturaleza llamada a impartirla.



Los porqués de la educación democrática

Si el saber es un modo de poder, el poder democrático deberá esforzarse en extender ese saber acerca de sí mismo a todos los miembros del demos. Como el poder político ya no es privilegio de unos gobernantes separados, sino asunto común de los gobernados constituidos a un tiempo en gobernantes, tanto más accesible y justo será su gobierno cuanto más y mejores herramientas tengan a mano para comprenderlo y manejarlo. Una sociedad democrática pregona el Sapere aude (Atrévete a saber) como su consigna política capital.

Acostumbrados a ver en la democracia un sistema que consagra derechos y los protege, conviene entender que también es un régimen que impone deberes. Son deberes que, en último término, resultan condiciones de la conservación, respeto y ejercicio de aquellos derechos. Y no es exagerado decir que el primero de tales deberes como ciudadanos sería el de conocer con propiedad qué es democracia. Por descender a lo particular, la conveniencia de este aprendizaje se revela a las claras en relación con los tres momentos centrales del proceso democrático. Sin tal educación en los principios de la democracia, mal podríamos confiar en una representación escogida según criterios razonables y sometida al control efectivo de los representados; o en una deliberación provista de buenos argumentos; o, en fin, en una decisión lo bastante sopesada y capaz de justificarse.

Claro que tales razones, así como la intensidad y los contenidos mismos de esa exigencia educativa variarán a tenor de la concepción de la democracia que se defienda. Quienes sostengan una visión democrática de carácter más procedimental, o “decisionista” o “competitiva” de partidos tenderán a reducir al mínimo la obligación de ese aprendizaje hasta considerarlo del todo inútil (véase cap. 9). Para muchos liberales clásicos la democracia podía funcionar sin problemas incluso en ausencia de ciudadanos virtuosos, porque el juego de los intereses privados egoístas acabaría equilibrando a unos con otros. Es lo que presume Kant cuando proclama que “el problema del establecimiento de un Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios”. En cambio, una idea normativa de democracia, que ponga su acento en la conciencia y responsabilidad ciudadanas, tendrá esa enseñanza político-moral como la condición primera de su éxito (véase cap. 10). Para sus partidarios, la salud de una democracia moderna depende, no sólo de la justicia de su ‘estructura básica’, sino ante todo de ciertas cualidades y actitudes de sus ciudadanos. En resumidas cuentas, el vigor de la democracia no descansa sólo en las instituciones, sino sobre todo en una cultura política. Es esta última tesis la que hacemos nuestra y nos proponemos apuntalar.

Las lecciones de Protágoras

Nos espera así el comprometido papel que le tocó a Protágoras, según el diálogo platónico del mismo nombre, cuando tuvo que justificar ante Sócrates y otros contertulios su ocupación de sofista. El había respondido que tal labor consistía en “hablar de la ciencia política” con el fin de “hacer a los hombres buenos ciudadanos”. Le replican, entonces, que una de dos: o ese quehacer era inútil, dado que tal virtud no podía enseñarse ni aprenderse; o al menos en Atenas parecía redundante, al darse por supuesto que todo hombre libre la poseía desde el momento en que tomaba parte en la asamblea de ciudadanos. De modo que el sofista quedaba emplazado, o bien a denigrar a los ciudadanos atenienses y cuestionar sus derechos, o bien a admitir que su propio cometido profesional era una engañifa. Para salir del apuro tenía que explicar a un tiempo lo bien fundado de un régimen democrático y, con todo, la necesidad de una educación ciudadana.

Lo explica por medio de un mito acerca de la creación de los seres vivos (Platón, Prot. 320 d-328 d). Desprovistos los hombres de las recursos que les protegen en la lucha por la vida, reciben como primer regalo del dios unas destrezas técnicas y de tal manera que a cada grupo le toca aquel saber profesional que asegura la supervivencia del conjunto. Pero, al reunirse en ciudades y no poseer todavía la ciencia política, morían unos a manos de otros. Así fue como, poco después, Zeus entregó además a los hombres el sentido moral y la justicia para que hubiera orden y vínculos de amistad en las ciudades. Sólo que esta vez, y a diferencia del modo de distribución de los saberes anteriores, el dios ordena que este de la justicia se reparta “a todos, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades si sólo algunos de ellos participaran, como de los demás conocimientos”. Que todos puedan tomar la palabra en las decisiones públicas, pues, se entiende desde el deber de cada uno de alcanzar esta virtud o excelencia política. Y si tienen tal deber, hasta el punto de que la carencia de esa capacidad sería vergonzosa y merecedora de castigo, es que tal capacidad no la otorga la naturaleza y que sólo la conquistamos mediante la educación. Así se justifica por fin la tarea a la que el sofista se dedicaba.

Dos parecen ser las razones principales en las que funda Protágoras la necesidad de una enseñanza política para el ciudadano de una sociedad democrática. Una y otra razón nos van a ocupar con cierto detalle en los epígrafes siguientes. La primera es que de ella depende la suerte misma de esa sociedad: pues resulta que “en este asunto de la virtud, si ha de existir la ciudad, nadie puede desentenderse” (327 a-b). Y ello se apoya, a su vez, en que el saber que propicia la virtud pública (el sentido de la justicia y del respeto) es de naturaleza bien diferente respecto de los demás saberes. Esos otros son los requeridos por la división del trabajo a fin de que una sociedad sea viable y subsista mediante la satisfacción de las necesidades de sus miembros; de ahí que cada aptitud profesional haya de exigirse de algunos individuos, pero no de todos. El saber político, en cambio, es condición necesaria para mantener el régimen propio de la sociedad democrática y debe poseerse sin la excepción de nadie. Hay algo que debe conocer cada miembro de la polis, y eso “no se trata de la carpintería ni de la técnica metalúrgica ni de la alfarería, sino de la justicia...” (325 a). De suerte que, en la medida en que esa virtud tan sólo es característica de una democracia, la educación que la promueve en cada individuo no es un requisito de los demás regímenes políticos. La enseñanza de la política es propia de ciudadanos, no de súbditos.

La segunda razón favorable a esta educación expresa que ese saber, virtud o sentido de justicia no es algo natural, sino adquirido y necesitado de cuidado. Traducido a un modismo coloquial de nuestro tiempo, se diría que “nadie es demócrata de toda la vida”; o, lo que es igual, que nadie nace demócrata, sino que más bien se hace demócrata. Y a esto no se llega de modo inconsciente y por simple contagio, o a base de adecuarse a los usos de una sociedad, sino gracias a una preparación consciente y meditada. La democracia no arranca de un instinto arraigado en nuestra dotación genética. Al contrario, los presupuestos democráticos tratan más bien de contradecir lo que parece “natural”, a saber, que cada cual vaya a lo suyo, que el más fuerte domine al más débil o que la mera casualidad imponga diferencias políticas. La democracia es el régimen más artificial en política. Por eso, lo mismo que nadie es demócrata desde siempre, tampoco lo es de una vez por todas y para siempre. O sea, nadie puede creer que ya es demócrata, o que no puede serlo más, o que es demócrata en todos sus planteamientos políticos o que -pase lo que pase- ya no puede dejar de serlo. El buen ciudadano se halla en estado de educación democrática permanente.

Una teoría para la praxis

Hay una notable paradoja propia del conocimiento político: que, siendo un saber inferior como tal al saber cientìfico, resulta sin embargo exigible de todos los sujetos. En términos aristotélicos el conocimiento teórico, al tratar de objetos sometidos a la necesidad de lo que sucede siempre de la misma manera, será preciso, riguroso, demostrativo, universal y verdadero. El conocimiento práctico, por el contrario, al referirse a la acción humana y por tanto a las cosas que dependen de nuestra libertad, tendrá que ser más impreciso, sólo aproximado, con un alcance particular, persuasivo y más o menos verosímil. Y es que, como sus objetos pueden ser de esta manera o de la otra según convenga al individuo o a su comunidad, puesto que en definitiva por ellos buscamos saber cómo y cuándo actuar..., este conocimiento se dirige a delimitar opciones, nutrir la deliberación y, a fin de cuentas, fundar una elección o justificar una decisión. Por medio de aquel conocimiento teórico cabe alcanzar certezas y descansar en algo seguro, mientras que en el práctico (es decir, ético o político) nos movemos siempre entre opiniones más o menos provisionales. Y, con todo, existen varias razones por las que este último conocimiento de lo libre o no necesario resulta el más imprescindible para cada individuo y su comunidad.

No acaba de ponderarse en su justo valor el decisivo papel que juegan en la práctica las ideas prácticas. Puesto que sólo esta clase de ideas pretenden incitar a la acción, resultará que en lo tocante a la conducta individual y a la colectiva no será de efectos apreciables el que muchos conozcan o ignoren -pongamos por caso- esta o aquella fórmula algebraica; pero conviviremos de muy diverso modo según entendamos el ideal de justicia distributiva o la opinión que nos formemos acerca de un credo racista. Si tal conocimiento no es condición suficiente de la virtud privada o de la justicia pública, será al menos su condición necesaria. En último término, mientras la teoría pura se satisface en la mera contemplación de su objeto físico o lógico, sólo una teoría práctica pretende conducir a la transformación del suyo, es decir, del mundo político y, para empezar, del comportamiento de uno mismo. Por contraste con la filosofía teorética, en la filosofía práctica “no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos” (Aristóteles, EN 1103 b26), ni tampoco bastaría entonces con saber qué es la justicia como no fuera para hacer una ciudad más justa.

Lo que es igual que recordar el muy diverso modo como nos afectan cada una de ambas áreas de la realidad y de su saber correspondiente. No puede suscitarnos tan apasionado interés lo que transcurre sin nuestra participación como lo que sucede gracias a ella, ni tampoco lo que en principio resulta ajeno a nuestras expectativas de felicidad y “vida buena”, como eso que las altera radicalmente. En palabras de Kant, a diferencia de la razón teórica, la razón práctica trata de los fines más esenciales de la naturaleza humana, o sea, de lo “que interesa a todos los hombres por igual”2. Se diría, por tanto, que el compromiso del individuo con uno u otro género de saber es radicalmente distinto. No resulta tan estricto en el teórico, un conocimiento de índole más particular, una opción que se presenta en el orden privado y sólo cuando se dan condiciones personales para ello. Pero ese compromiso parece universalmente obligatorio en el saber práctico, una obligación que arraiga a un tiempo en su probada capacidad de mediatizar nuestra conducta y en nuestra interdependencia como sujetos morales y políticos.

Este saber práctico se manifiesta muy especialmente a través del juicio político. El juicio político no apunta a lo verdadero como tal, sino al bien de la comunidad política; por estar orientado al futuro, no adopta la forma “pienso a porque b”, sino “quiero x porque y”. Y en la misma medida en que ni podemos ni debemos dejar de juzgar las opciones que afectan a nuestra comunidad, en esa medida será de ayuda imprescindible el fortalecimiento de la inteligencia colectiva. Un buen ciudadano será el capaz de formarse y emitir buenos juicios políticos; es decir, de acuerdo con la definición de éstos, el capaz de subsumir con fundamento un conjunto de datos particulares bajo el concepto universal que les guía y les da su sentido.

Da igual que se trate de los juicios del espectador o del actor, esto es, formados desde la distancia o a partir de la experiencia directa. Lo que importa es que, si no fuera posible salirse de la subjetividad de cada cual, expresar juicios prácticos sería una actividad del todo vana. Al formular unos enunciados para la acción común buscando un asentimiento general, esos juicios rebasan el marco relativo a cada uno y nos sitúan en el espacio político: juzgar es siempre un juzgar-con. Por eso se ha dicho de ellos que son la marca misma de nuestra humanidad y que la facultad que los elabora es la que más contribuye a la humanización del mundo. Más en concreto, que representa el medio constitutivo de la vida política y que ésta, apartada de la esfera del juicio común, significa su perversión. “Juzgar bien es lo principal de la política” (Beiner: 1987). Y -nos permitimos añadir- lo que revela el grado de competencia política tanto de los políticos profesionales como de los ciudadanos.

El juicio práctico reúne dos aspectos -predicar un universal de un conjunto de singulares- y en ambos carga con su peso de responsabilidad. Ya sea su tarea la de descubrir y apuntalar ese concepto o principio universal, ya sea la de reconocer las situaciones particulares a las que aquél ha de aplicarse, lo cierto es que una y otra son responsabilidad del sujeto que juzga. Y ésta, por cierto, demanda para ser cumplida la educación política continuada de ese sujeto. Pues hay una carga y una responsabilidad superior en los juicios específicamente políticos, ésos que se refieren a la existencia colectiva y a la dirección de los proyectos comunes. Lo que aquí está en juego no es la integridad individual o la mejora de las relaciones personales, sino el acuerdo acerca de la encarnación institucional del ser con los otros. Son juicios que tratan de la forma de vida que es deseable seguir en común y que por eso requieren asimismo una deliberación general. En suma, los juicios políticos ocupan la cima de los prácticos tanto por la máxima amplitud de su objeto como por combinar consideraciones morales e instrumentales, por atender lo mismo a las posibilidades reales que a las consecuencias previsibles.

Pero el caso es que sólo un régimen democrático se compromete en principio a hacer posible lo que la naturaleza del juicio político demanda. Si éste exige en general una buena educación política, tal exigencia se pone en práctica y cobra todo su relieve cuando tratamos de democracia. A decir verdad, al igual que la facultad del juicio, esa educación es perfectamente prescindible o hasta sospechosa y al fin prohibida bajo cualquier régimen de corte autocrático; en cambio, la educación de la ciudadanía resulta un requisito para el asentamiento y despliegue de un régimen democrático digno de ese nombre. Por eso se ha escrito con razón que, “de todos los sistemas políticos, el que más crucialmente depende de la inteligencia (de la mentalidad lógica) es la democracia” (Sartori, 1988: 16-17). Un sistema que no se justifica por la bondad de la tradición en que se inscribe ni por algún especial carisma de sus gobernantes, sino por la igual capacidad de poder de los ciudadanos, ha de elevar la razón de todos a autoridad máxima. Si la democracia, según mostró Weber, ostenta una legitimidad racional, es porque arraiga en la creencia de que obedecemos no a una u otra persona, sino a un derecho abstracto estatuido mediante procedimientos racionales.

Todo arranca de entender que el ideal democrático se propone una reproducción social consciente de las instituciones, lo que sólo será posible mediante una educación democrática que alimente y encauce la deliberación ciudadana. De esa educación depende que la democracia acabe revelando toda su fuerza moral. Para decir con un autor la tesis que son muchos en repetir, “una sociedad democrática es una inmensa institución de educación y de auto-educación permanentes de sus ciudadanos (...y), en tanto que sociedad reflexiva, ha de apelar constantemente a la actividad y opinión lúcida de todos los ciudadanos” (Castoriadis, 1998: 74). ¿Y cómo podría reflexionar una sociedad sobre sí misma, si no es ofreciendo antes a sus miembros las herramientas de conocimiento y evaluación moral que les permitan confirmar su rumbo o escoger otro nuevo por razones convincentes...?

Nada de esto se ha de reflexionar, sin embargo, ni por tanto ningún énfasis habrá de ponerse en el papel de la educación civil de la comunidad, si la democracia no es más que un procedimiento decisorio entre opciones políticas mediante la expresión y recuento de las preferencias individuales. O si se supone simplonamente que un gobierno satisface esos requisitos democráticos por el hecho de orientar sus medidas según los resultados de encuestas y sondeos de opinión de los ciudadanos. Estas perspectivas transmiten visiones demasiado alicortas de la democracia y sus demandas. Pues si tales preferencias no expresan a menudo más que torpes prejuicios o intereses sin desbastar ni invocan ningún fundamento universalizable..., entonces no son el punto de llegada sino el de partida de la democracia. Para que se conviertan en opiniones propiamente políticas (en lugar de privadas), para que den lugar a una verdadera opinión pública (capaz de argumentar y dirigida a influir en el gobierno), esas preferencias pueden y deben transformarse. Se ha de ver cómo la democracia no es sólo un modo de adoptar decisiones comunes mediante la agregación de preferencias, sino antes y sobre todo un principio político que procura la educación misma de esas preferencias.

Algunos mostrarán su desacuerdo invocando la tolerancia y el respeto al pluralismo ideológico en una sociedad democrática. Estos parecen no percatarse de que una tolerancia ejercida como una libertad frente a la intromisión ajena será condición necesaria de la convivencia de esa sociedad, pero que sólo con ella se defraudaría a la convivencia democrática. Lejos de ostentar un derecho a parapetarse en sus particulares convicciones políticas para escapar a su cuestionamiento público, la buena ciudadanía se define por la participación -en primer lugar, mediante la palabra- en los asuntos comunes. Se diría, pues, que la vida ciudadana pone como límite inferior una tolerancia pasiva, pero por encima de ella convoca al ejercicio público de la razón (véase cap. 12).

Es éste un punto central en el que coinciden los mejores pensadores del presente. En una sociedad justa o bien ordenada -escribe Rawls- la razón pública es un valor político primordial, pues sólo a través de ella se llega a justificar el uso del poder político. La justificación política tiene que dirigirse a los que disienten y precisamente para convencerles y limitar así el desacuerdo. Al decir de otro (Habermas), lo que cuenta en una sociedad democrática sería la formación discursiva de la voluntad política mediante procedimientos de discusión pública permanente. El poder político se legitimaría en esta comunicación, que sería la nueva forma de la soberanía popular. Un tercero todavía sostiene que un poder político que no sea arbitrario, es decir, cuyas decisiones podamos hacer nuestras, requiere no tanto su consentimiento como la disputabilidad efectiva de esas decisiones por parte de los ciudadanos (Pettit, 1999: 239 ss).

Versiones distintas de un mismo ejercicio de ciudadanía, ese “consenso entrecruzado”, el “poder comunicativo” de la opinión pública o la disputabilidad de las decisiones públicas, tan sólo serán posibles a condición de que los sujetos políticos se impliquen positivamente en el diálogo intersubjetivo o en la disputa institucional y se preparen para ello. Pero de eso mismo se desprende también la conveniencia de un lenguaje común a los grupos de la sociedad democrática con el que tratar de dirimir sus problemas. No cabe confiar en la pervivencia de un régimen democrático ni en el regular funcionamiento de sus instituciones a menos que se asienten en una cultura política que lleve a los individuos a reconocerse recíprocamente miembros del demos que forman. Esa cultura ciudadana tendrá su reflejo en aquel lenguaje compartido, pero antes todavía este entramado de significados será el requisito de aquella cultura básica común.

No es sólo, pues, la educación cívica una demanda de aquellos ciudadanos que quieran ejercer como sujetos de las instituciones políticas. Son las instituciones políticas mismas las que, para no traicionar su cometido, requieren unos ciudadanos que las comprendan y se sirvan de ellas de manera consciente. El grueso de integrantes de una sociedad democrática no lo forman sabios en política, sino una población de ciudadanos corrientes a los que el régimen democrático tendrá que ilustrar para su propia supervivencia y mejora. Con tanta mayor constancia y empeño, claro está, cuanto más se entienda la ilimitada perfectibilidad de la empresa democrática.

La competencia cívica

La educación para la democracia se presenta, en suma, como un corolario de la competencia cívica que la propia naturaleza de esta forma política reclama. Las objeciones frente a esa competencia, que le achacan un sesgo antidemocrático, suenan a inconsistentes. Pues no es cierto que semejante petición pretenda calibrar la valía de los individuos en el ejercicio de las tareas ciudadanas, para así acabar legitimando la división entre ciudadanos cualificados y descalificados y excluir a estos últimos del disfrute de ciertos derechos. No se trata de establecer un nivel elitista de competencia cívica con vistas a discriminar la participación democrática de unos respecto de otros. Al contrario, este lenguaje remite al elenco de capacidades que los ciudadanos habrían de procurar en lo posible poseer si la democracia quiere aproximarse a lo que promete. Lejos de ser antidemocrática, la pretensión se propone fomentar en el mayor número de ciudadanos esas cualidades de las que la mayoría todavía carece y sin las cuales la democracia no rinde el beneficio esperado. Virtudes morales aparte, entre esas cualidades están el suficiente conocimiento y la capacidad de juicio político. Sobran argumentos para persuadirnos de ello.

a/ La misma naturaleza peculiar del saber político recomienda esa demanda educativa. Justamente porque en este campo no hay una verdad segura ni alcanzable por vía demostrativa; porque, más que en un plano científico o para especialistas, nos movemos aquí en otro donde nadie puede arrogarse la solución incontestable o el sistema definitivo; como en la vida política el parecer de los usuarios de los servicios públicos, o de los afectados por las decisiones acerca de lo común, ha de tenerse en cuenta...; precisamente por todo ello crece la importancia de las opiniones políticas. Para decirlo de nuevo al modo aristotélico, en política como en otras cuantas artes (la arquitectura o la culinaria) ha de tenerse en cuenta -además del juicio de los expertos- el de todos los sujetos que tomen parte en ella (Aristóteles, Pol.1282 a 12-15). Pero este dictamen será tanto más valioso o prudente cuanto más respaldado esté por un saber de la política.

No se deduzca de ello que todas las opiniones políticas valen lo mismo, claro está, porque las mejor argumentadas tienen un valor teórico superior y son más plausibles que las otras. Se dice que, a falta de verdad, en política cuentan sobremanera las opiniones y que tenemos el deber de cimentar al máximo nuestros juicios. Que nadie entienda tampoco que en este terreno nos cabe transitar de las opiniones a las verdades, una misión imposible; pero aún menos que, dada esa imposibilidad, cada cual deba permanecer satisfecho en sus particulares opiniones sin someterlas al contraste con otras tal vez más robustas. Sólo habremos de entender que, a falta de sabios que piensen por nosotros y nos ahorren el esfuerzo de encarar los problemas públicos, nos toca a todos adquirir la sabiduría política a nuestra medida.

Pero no sólo las ideas. Tampoco hay que minusvalorar el valor de las palabras, que no son vehículos neutros de las ideas, sino conformadoras del pensamiento mismo. Ya se sabe el valor emocional de ciertas palabras en el combate político, es decir, la ventaja que adquiere el contendiente que se apodera de ellas o transforma en provecho propio su sentido y hasta el estigma con que ciertos términos marcan a un adversario y acaban empujándole a la derrota... Por lo demás, aquello que antes se dijo del vínculo entre el régimen democrático y el nivel logrado en su comprensión pública se hace especialmente visible en situaciones críticas por las que ese régimen puede atravesar. Amenazas terroristas o fundamentalismos de toda laya -por limitarnos a estos fenómenos extremos-, se afrontan de modo muy diverso por parte de ciudadanos provistos de razones democráticas o, a causa de las modas relativistas y otras perezas públicas, del todo desnudos de aquellas razones. La fortaleza singular de la democracia se muestra en su capacidad de albergar -con ciertos límites- incluso a sus adversarios y reconocer sus derechos, aunque esa fortaleza será tanto más segura cuanto más sustentada se halle en un fuerte sentido de ciudadanía.

b/ Extender el saber político lo pide también la estrecha dependencia que en una democracia se anuda entre la suerte individual y la suerte colectiva. Es ocasión de recordar con el sofista que “la justicia y la virtud nos benefician mutuamente, y por eso, cualquiera a quienquiera que sea le habla y le enseña animosamente las cosas justas y legales” (Platón, Prot. 327 a-b). Individuo y comunidad política se reclaman entre sí. A diferencia de lo que sucede en el ámbito privado (por ejemplo, el del mercado), donde se nos pide elegir entre opciones que sólo afectan a uno mismo, en el espacio público democrático expresamos nuestras preferencias acerca de alternativas que afectan a los demás. Allá podrá hablarse de soberanía del consumidor, pero en el orden político el ciudadano no es soberano3. Si a todos nos conciernen las decisiones adoptadas por la mayoría, nadie -puesto que contribuye con su voz o su voto a tal decisión- estará libre de responsabilidad por el cuidado o el descuido con que fraguó sus propias opiniones públicas. Pero es que nadie tampoco podrá sentirse ajeno a la labor de sembrar una más ilustrada conciencia política entre sus conciudadanos. Para decirlo con toda rotundidad: no sólo estaremos interesados en que nuestros conciudadanos sean personas políticamente bien informadas y con criterios formados; por la cuenta que nos trae, hasta tenemos derecho a pedirnos unos a otros esa educación política y nos atañe por tanto el correspondiente deber para con todos los demás de procurar adquirirla.

He ahí una responsabilidad política crucial del ciudadano. La responsabilidad política no se limita, como suele entenderse, tan sólo a los gobernantes en su relación con los gobernados, por más que a aquéllos les pese en un grado superior. Se extiende también y sobre todo al ciudadano ante el resto de sus conciudadanos, a la relación de los gobernados entre sí. Es una responsabilidad que no se agota en el ejercicio del voto o en pagar los impuestos, sobra decirlo, sino que atañe a las múltiples formas de hacer oir su voz y de participar en las instituciones públicas a su alcance. Todo ello requiere una educación política como impulso y soporte. Esa educación se convierte entonces en el primer quehacer democrático, pues es el que permite descubrir y abordar con mayor garantía todos los demás quehaceres públicos.

Porque ésta es la gran diferencia de la democracia respecto de los regímenes que no lo son: mientras en estas otras formas de gobierno casi todos dependen de uno o de unos pocos, en el democrático cada ciudadano depende en principio de todos los demás. De ahí también la muy diversa encomienda hecha a la educación política. La enseñanza pública de las categorías e ideales políticos (por no hablar de los democráticos), será un perfecto contrasentido allí donde la inmensa mayoría no tuviera más papel que la obediencia. Es algo indispensable, empero, allí donde expresamente se presupone que la mayoría sólo se obedece a sí misma y siempre a base de dar y pedir razones públicas.

Se ofrecen varias razones para explicar la ignorancia política en las sociedades democráticas contemporáneas y la apatía civil que la acompaña. La principal de ellas apunta a los llamados “costes de información”, es decir, a la falta de rentabilidad individual que para el ciudadano común supone el esfuerzo invertido en entender los problemas capitales de su comunidad y pronunciar así juicios políticos con fundamento razonable. Otra razón, próxima a la anterior, subraya el muy escaso estímulo que casi todos descubren en la vida política. Al final, los ciudadanos aceptarían ser “racionalmente ignorantes” desde la presunta imposibilidad de que su opinión o su voto sean significativos para el conjunto. Son aspectos parciales de un diagnóstico y un pronóstico pesimistas, que previsiblemente irían a menos con un aumento de la conciencia ciudadana. En todo caso, lejos de eliminarla, encarecen aún más la responsabilidad democrática por suministrar esa educación que es a la vez derecho y deber ciudadanos.


¿Libres, iguales, razonables?

Se diría por último que esa labor educativa es del todo necesaria si hemos de ser congruentes con las premisas básicas del gobierno democrático.

a/ En efecto, y para atenernos a las condiciones exigidas a sus protagonistas (y al ideal que de ellos se postula), sólo los ciudadanos políticamente educados pueden comportarse en verdad como ciudadanos libres. Los demás gozan de la libertad del ignorante o del indiferente, es decir, son presa fácil de la manipulación y la propaganda partidistas, de mecanismos clientelares o de lo que Tocqueville denominó “tiranía de la mayoría” para designar el enorme condicionamiento ejercido por la opinión pública reinante. Sólo una hipócrita convención les llamaría “sujetos” de una democracia. Esos ciudadanos podrán creerse libres a la hora de pronunciarse sobre un problema o decantarse por un candidato a la representación política, pero no es seguro que lo sean.

Piénsese en ese momento democrático crucial que, a juicio de los teóricos más realistas, representa en puridad el único en que el pueblo se erige en gobernante: el de las eleccciones. Si las elecciones registran las opiniones de los votantes, la pregunta clave es de qué modo llegan los votantes a sus decisiones, es decir, a las opiniones que sustentan tales decisiones. Las elecciones serán “garantía mecánica” de la democracia, pero las condiciones de hecho bajo las cuales la gente obtiene su información y fabrica su opinión política representan su “garantía sustantiva”. Para que la democracia merezca llamarse gobierno de opinión, no sólo deben ser libres sus elecciones, sino también sus opiniones: “Las decisiones libres con una opinión que no es libre no significan nada” (Sartori, 1988: 116-117). En resumidas cuentas, aun restringiendo la democracia real a los estrechos límites de una democracia electoral, una mejor comprensión de los conceptos relativos a los problemas controvertidos asegura mayor libertad efectiva por parte de los electores. Y es que sería un milagro que los intereses privados, por sí solos, permitieran forjar una conciencia instruida acerca del interés común.

Tal vez se olvida que el pueblo o la masa no son aún la ciudadanía, al menos si ésta se entiende en su sentido normativo. Para que los miembros de una entidad política se dispongan a convertirse en ciudadanos -ya lo dijimos-, lo primero es que vayan adquiriendo el discernimiento político que les enseñe a enunciar juicios cívicos y a evaluar los bienes públicos en juego. Si no es así, parece inevitable cuestionar la solidez de los criterios del ciudadano medio al juzgar los programas políticos en liza y la de su voto cuando elige sus representantes. Será tan cuestionable como su aptitud para controlar y pedir cuentas a sus diputados, o para dirimir cuestiones privadas o sociales susceptibles de repercusión en el espacio público. “Sin educación cívica, la elección democrática es poco más que la expresión y la suma de prejuicios privados” (Barber, 2004: 359). Por donde cabría incluso temer el deterioro de la confianza recíproca entre los propios ciudadanos: no será fácil que unos acepten de buen grado someter su conducta pública a lo que les dicte la presumible desidia de muchos.

b/ Sólo los ciudadanos democráticamente educados, además, pueden ser ciudadanos de hecho iguales. De lo contrario, en su mayor parte serán sujetos políticos subordinados a otros sujetos que almacenan más saberes o, sobre todo, que detentan los medios materiales para modelar las ideas e intenciones públicas del gran número. Una enseñanza obligatoria del núcleo de la democracia sería una forma inicial de contrarrestar las desiguales capacidades políticas que engendran entre los individuos sus diferencias sociales.

Pero hay otro enfoque mucho más acuciante. Una visión populista, o sencillamente una mirada en exceso autosatisfecha sobre las democracias reales, puede complacerse en la proclamada igualdad de los ciudadanos con olvido de su grado de competencia cívica a la hora de plasmar esa igualdad. Ahora bien, una mayoría de ciudadanos incompetentes, por iguales en derechos que sean, no encarna el ideal democrático. La regla de la mayoría es la norma decisoria que otorga el poder a la opción que -con ciertas variantes- logra recabar el mayor número de voluntades de un conjunto. Para que esa regla adquiera su plena justificación democrática, sin embargo, ha de procurarse antes y además que las voluntades expresadas se acompañen de un respaldo de conocimiento suficiente; de ese modo, junto al mayor poder político, la mayoría alcanzaría también un derecho más y mejor fundado a ese poder. “Lo que da legitimidad a una ley tiene que ser otra cosa que el hecho de que disfrute de apoyo popular mayoritario” (Pettit, 1999: 238).

c/ Tanto o más, pues, que la igualdad del derecho a la libre expresión, en una sociedad democrática debería importar el valor de las opiniones que se expresan. Amén de libres e iguales, ha de suponerse que los participantes en una democracia son no sólo seres racionales sino además razonables; es decir que se proponen defender o criticar propuestas “en función de consideraciones que otros... tienen razones para aceptar” (Cohen en Elster, 2001: 245). Pero que esa razonabilidad de los asuntos públicos tenga mayor o menor cabida en la comunidad depende en gran parte de la educación política de sus miembros, lo mismo representantes que representados. La educación política, ya sea entendida como derecho o como deber, es la condición última de legitimidad de las decisiones democráticas.

De ahí que el igual peso legal de cada uno de los votos libremente emitidos no ha de ocultar un hecho innegable: la deficiente calidad intelectual de los procesos de decisión a cargo de la mayoría política en nuestras democracias. Una mayoría así, tan devaluada en criterios con que opinar y votar acerca de los asuntos comunes, no perderá por ello su condición mayoritaria y su consiguiente derecho a poner en práctica los acuerdos que alcance. Lo que probablemente vaya perdiendo, sin embargo, es el crédito prestado a la calidad de sus propias decisiones y, con él, decaerá asimismo el crédito de las posibilidades encerradas en la democracia como tal. De suerte que no basta la paridad política del ciudadano, si por tal se entiende una igualdad vacía y por abajo; quien se tenga por demócrata deberá aspirar a una igualdad ciudadana efectiva y más elevada. Semejante aspiración a una mayor competencia general entre los ciudadanos enraiza justamente en el espíritu opuesto al elitismo que es costumbre achacarle. Llamar a la formación de la ciudadanía no sólo respeta la igualdad política de los individuos, sino que se propone de hecho hacerla más operativa. No se vea en esto, pues, sugerencia alguna de recortar los derechos políticos de quienes no sobrepasen determinado listón del saber democrático. Se denuncia, por el contrario, la falta de correspondencia entre la retórica de reconocer sujetos libres e iguales de la cosa pública y el descuido de la debida formación civil de esos sujetos, un deber que va anexo a ese reconocimiento y a la altura de la tarea encomendada.

Pues habría poderosas razones para pensar que el grado de corrección de las decisiones adoptadas en un régimen democrático será proporcional al nivel de competencia de sus ciudadanos. Según el célebre teorema de Condorcet, la probabilidad de acierto de la mayoría es mucho mayor que la de la minoría; eso sí, entre otros requisitos, a condición de que la competencia epistémica de los participantes sea superior al término medio. Ya sólo esto parece fundamento suficiente, primero, para instaurar en lo posible regímenes democráticos y, después, para elevar la altura educativa general de sus miembros. También surge un argumento favorable a esta educación en cuanto se contemple el efecto inverso necesario que se sigue asimismo de ese teorema: a saber, que cuando aquella competencia de los decisores descendiera por debajo de la media (si cuentan con más probabilidades de equivocarse que de acertar en sus juicios), la probabilidad de error aumentaría a tenor del número de participantes. Es verdad que no resulta fácil aquilatar ese grado de capacidad individual y que para el funcionamiento habitual del sistema nos basta con presuponerla como promedio en un grado adecuado. Sea como fuere, lo indiscutible es que el aumento de tal competencia en las poblaciones democráticas tendría que redundar por fuerza en beneficio del conjunto.

Claro que si, según el conocido dictamen de Schumpeter, las grandes cuestiones políticas suelen ocupar entre las gentes un lugar aún más bajo que los temas de sus conversaciones más banales; si por tanto “el ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política” y si todo ello conforma además un estado poco menos que insuperable de la condición humana..., entonces las conclusiones no se hacen esperar. En tal caso, cualquier esfuerzo de educación de la ciudadanía en general está de más, y habría que reservarla tan sólo a los políticos; pues no en vano la democracia significa no ya el gobierno del pueblo, sino nada más que “el gobierno del político” (Schumpeter, 1984: caps. 21-23). Una versión moderada de este elitismo democrático se limitaría a dejar sentado que la democracia no requiere una calificación especial de los ciudadanos siempre que su protagonismo se limite a cuestiones menores y asequibles. En cuanto les pidamos más, se dice, su incompetencia deberá ceder ante la competencia exclusiva de los expertos.

Por una u otra vía, se dibuja otro nuevo círculo vicioso. Puesto que en general no se aprecia la debida preparación política entre los ciudadanos, el desempeño de las funciones públicas será cosa de unos pocos profesionales en los que cada cual delegará sus derechos. Y dada esta previa renuncia de los más al ejercicio de funciones democráticas, sería incongruente urgir a nadie a dotarse de la debida formación cívica; a partir de la supuesta división del trabajo político, más bien habría que disuadirle del intento... Sin negar las dosis de realismo que el caso requiere, cabe imaginar que una democracia de ciudadanos más educados a lo mejor no habría incumplido tantas de sus “promesas”.

Sobre el qué, el cómo y el quién de esta enseñanza

Pasemos para terminar rápida revista a ciertos problemas, tocantes a estas reflexiones, algunos de los cuales suscitan hoy entre nosotros amplia controversia.

El contenido de la educación democrática

El quehacer al que nos referimos no se conforma con la instrucción general ni con ofrecer al público una simple información política resultante de la competencia establecida entre los partidos. Ni debe confiarse a una presunta correlación necesaria entre cultura general (y mucho menos si ésta se confunde con la “cultura de masas”) y cultura política. Añádase que esa información se revela del todo insuficiente ante una política como la contemporánea que, por efecto de su cambio de escala, sufre una creciente complejidad inasequible a la experiencia directa de la mayoría y reclama un conocimiento teórico progresivo y actualizado. El ideal de competencia cívica que postulamos, sin desdeñar este saber político general, se cultiva sobre todo mediante ese saber más específico acerca de la democracia.

Aquí no se pone el acento en la enseñanza espontánea en democracia que pueden suministrar la vida cotidiana y el funcionamiento ordinario de las instituciones políticas. Nuestras sociedades no siempre disfrutan de un “clima” que por sí sólo impregne del saber conveniente al ciudadano. Al contrario, las democracias hoy imperantes coinciden en exigir muy poco de ese ciudadano: que respete unas mínimas reglas de juego, que participe con su voto en las elecciones regulares y poco más. Pero que esa participación se lleve a cabo de manera responsable y con la mirada puesta en el interés general o con ignorancia, desgana y según el interés privado..., eso a los gobiernos democráticos les resulta por lo general indiferente. Así que difundir o arraigar ese conocimiento entre la población requiere una iniciativa expresa y premeditada de gobierno. Como subrayó Maquiavelo, hacen falta buenas leyes para que exista una buena educación y sólo ésta criará buenos ciudadanos.

Tampoco es la adquisición o ejercicio de las virtudes públicas, como se pregona a menudo, la tarea más inmediata de una educación para la democracia. Esas virtudes serán en todo caso el resultado de haber comprendido la naturaleza de la democracia, sus exigencias y sus dificultades, pero no se alcanzarán como fruto de ninguna educación “transversal” ni tampoco de una nebulosa formación en valores o de actitudes. Más aún, las disposiciones y actitudes democráticas de respeto mutuo o responsabilidad se desvanecen con facilidad cuando sus propios sujetos no saben dar razón de la democracia misma. Esa educación cívica que se postula habrá de esmerarse en transmitir un saber político y, en particular, un saber acerca del fundamento y sentido de la democracia. No ha de centrarse tanto en fomentar conductas como en explicar principios; primero vendrá la teoría y luego la buena práctica. El lector aceptará sin esfuerzo que sobre aquellos torpes tópicos del ciudadano medio que antes repasamos no puede brotar una esplendorosa vida democrática.

Pero enseguida se hará notar que tan sólo el conocimiento no producirá el resultado apetecido. Igual que en las cosas prácticas -nos advirtió Aristóteles- no importa tanto conocer en qué consiste la virtud sino hacernos buenos, así también lo que debe importarnos no es tanto conocer qué sea la democracia como llegar a ser demócratas. Y eso resulta sin duda cierto, pero si el saber a secas no basta para “fabricar” buenos ciudadanos, tampoco pueden surgir éstos ayunos de aquél. El déficit que se constata no se cifra sólo en la escasez de entusiasmo o compromiso generales por el bien común, sino en un nivel inadecuado de comprensión de las categorías políticas. De suerte que, aun cuando no sea requisito suficiente de la educación cívica, el conocimiento del ideal y núcleo de la democracia será su condición necesaria.

Así pues, las virtudes morales o el carácter que ha de cultivar el sujeto de una polis democrática no se asientan sólo en los hábitos infundidos. En realidad, comienzan por depender de las virtudes intelectuales. Y ya que no la sabiduría teórica, porque ésta atiende en especial a los principios últimos, esa virtud rectora tendrá que ser la sabiduría práctica o prudencia capaz de elegir la acción adecuada en el orden humano de lo contingente y para las situaciones particulares. El hombre prudente es el preparado para deliberar rectamente sobre qué es bueno con vistas a vivir bien; y usará la “prudencia política cuando dirija esa misma deliberación al bien de la ciudad” (Aristóteles, EN: l. VI). Pero, aun siendo la prudencia ante todo un saber de lo particular, no podrá dejar de lado el conocimiento de lo universal, pues mal podría discernir lo conveniente a cada caso como no conozca los principios que ha de aplicar. Ha de aunar a la vez experiencia y teoría.

Claro que ya se adelantó que, si es un saber práctico lo que procura inculcarse, habrá fallado su objetivo como no depare un juicio y una acción conforme a tal saber; en lo que ahora nos concierne, una conducta en verdad democrática del sujeto. No se trata de un saber por saber, sino para adquirir una cierta manera de querer y por ello de actuar acerca de lo común o de todos. Tratándose de la praxis, el puro conocimiento es baldío como no llegue a despertar las emociones que alienten esa conducta. Aquí lo cognitivo y lo afectivo han de ir unidos; aprender implica desear o, si se prefiere, -tal como preconizó Simone Weil- educar consiste en suscitar móviles; en este caso, democráticos.

Porque nadie será tan iluso de suponer que el régimen democrático, y cuantas prácticas e instituciones alimentan su legitimidad, pueda sostenerse -y menos aún afianzarse- tan sólo gracias a su andamiaje jurídico-constitucional. Requiere asimismo ciertas actitudes o disposiciones, en suma, un ethos por parte de sus sujetos que les incline a comportarse como ciudadanos. Más aún que cualquier otra forma de gobierno, se diría que la democracia exige completar su legitimidad moral con una legitimación afectiva. Y no es un problema menor de nuestras sociedades el que los llamados prerrequisitos motivacionales de la vida democrática (cooperar, debatir, responsabilizarse...) choquen de frente con las actitudes que la cultura de masas siembra a diario (anomia, cinismo, indiferencia...). A decir verdad, se trata del primer obstáculo que ha de remover una debida educación pública. Contra el falso presupuesto de que el correcto funcionamiento democrático es un resultado secundario de los actos de unos ciudadanos que se comportan como consumidores de mercancías políticas, ha de proponerse un ideal de vida buena capaz de animar a su ejercicio práctico (Vargas-Machuca, en Rubio 2003: 135 ss).

En pocas palabras, la democracia tiene como su garantía de pervivencia y de mejor rendimiento la adquisición por sus ciudadanos de algunas virtudes morales. Nada más falso que sugerir que la educación democrática debe limitarse a enseñar ciertos hechos, pero no valores o virtudes. Pues el caso es que ni los hechos son neutrales ni cualquier idea de buena sociedad, en que por fuerza descansa toda educación cívica, merece idéntico reconocimiento que cualquier otra. Aunque el liberalismo político es neutral de propósitos, anuncia Rawls, “ello no le impide afirmar la superioridad de determinadas formas del carácter moral y estimular determinadas virtudes morales. Así, la justicia como equidad incluye una noción de determinadas virtudes políticas -las virtudes de la cooperación social equitativa, por ejemplo: las virtudes de civilidad, de tolerancia, de razonabilidad y del sentido de equidad”4. Y podríamos todavía inferir que la civilidad comprende la lealtad al marco constitucional y, con ella, un patriotismo cívico; que esa razonabilidad abarca asimismo el cultivo de la capacidad reflexiva y esa competencia que aconseja los juicios políticos adecuados; que la tolerancia se acompaña sin duda de algún sentido de reciprocidad y espíritu crítico; y que un sentido de equidad debe nutrir el coraje ciudadano que nos compromete con las causas más nobles o la suerte de los más desgraciados.

Por eso mismo no ha de desdeñarse en esta enseñanza, como en ninguna otra de aliento moral, el papel de los modelos. Conocedor del mecanismo de la emulación, Maquiavelo ya se refirió a la tendencia de los hombres a imitar las acciones de sus superiores, tal como recoge la sentencia de Lorenzo de Médicis que aquél reproduce: "Lo que hace el señor lo imitan muchos, que hacia el señor se vuelven las miradas". Tratándose de política democrática, y aun a sabiendas de las muchas trampas a las que este recordatorio se presta, la ejemplaridad (positiva o negativa) de los políticos profesionales resulta un factor primordial a la hora de configurar la mentalidad del ciudadano común. Lo quieran o no, ellos también son educadores de la ciudadanía y, por tanto, los primeros requeridos de educación cívica. Aunque sólo fuera por esta razón, los representantes políticos, y los partidos que los encuadran, habrían de llevar una vida pública susceptible de resistir el atento escrutinio de sus representados. No habrá de olvidarse por ello el papel estimulante o desmoralizador que la atmósfera civil general tiene en la conducta pública, la responsabilidad que unos ciudadanos podemos tener en la disposición favorable o despreocupada de otros.

Bien es verdad que la propia práctica democrática culmina el aprendizaje de su teoría. Si nuestra comprensión de las cosas depende de nuestras ocupaciones ordinarias, la educación democrática no será plena mientras los ciudadanos carezcan de oportunidades significativas de ejercitar en la política cotidiana los criterios aprendidos (Gutmann, 2001: 346). Esos ciudadanos, al verse defraudados en su voluntad de participación, pueden acabar como unos descreídos de la democracia.


El responsable de esa enseñanza

Si tales son el contenido y la vía de una formación universal para la democracia, queda aún por determinar el principal responsable de organizarla. La respuesta, para un demócrata, no ofrece dudas: quien debe hacerse cargo de instituir la enseñanza pública o común de esta materia será el poder público. Si el fin de la ciudad es único, la educación debe ser también la misma para todos, “y el cuidado de ella debe ser común y no privado” (Aristóteles, Pol. 1337 a 21-25). Para ser más exactos, y a poco que se actualice la lección de Protágoras, al poder democrático le compete hacer que se enseñe en particular esta materia -la naturaleza de la democracia- más que ninguna otra. No habrá riesgo de adoctrinamiento si el régimen es en verdad democrático y respetuoso del pluralismo de su sociedad; pero el arraigo y hasta la propia supervivencia de un régimen democrático dependen, en cambio, del éxito en la implantación de esa enseñanza continuada.

Nada de eso puede decirse de los espacios sociales o privados, como son la familia, el mercado, la empresa o las asociaciones civiles o religiosas, que se enmarcan en el Estado democrático. Al no ser ninguno de ellos de filiación democrática (aunque puedan adoptar a veces alguno de sus procedimientos), ni son competentes para impartir tal enseñanza ni están inmediatamente interesados en ella. Por el contrario, igual que la lógica pública ha de chocar a menudo con la privada, la conducta del ciudadano con frecuencia tendrá que reprimir sus particulares intereses como empresario o trabajador, padre o hijo, creyente o aficionado al fútbol. Ese es el cometido asignado a la educación que nos ayuda a volvernos demócratas: enseñar que, por encima o por debajo de todas nuestras diferencias íntimas y sociales, la democracia nos considera en nuestro común carácter de ciudadanos. O, lo que es lo mismo, que existe una perspectiva general más allá de la particular y que la conquista de esa dimensión común nos hace más libres.

Esta enseñanza institucional, mucho más que un derecho, es una obligación básica de todo Estado democrático. A éste le atañe el compromiso de instaurar las categorías y valores morales que los ciudadanos han de compartir; y no para impedir su legítimo pluralismo, sino precisamente para hacerlo posible y sin riesgos. Nada menos apropiado, por tanto, que acusar a esta política de “perfeccionismo”. Al pretender infundir un denominador común entre sus miembros y así preservar a su sociedad de la intransigencia de las creencias y dogmas enfrentados..., una democracia actúa más bien en defensa propia. Neutral ante las concepciones sobre la vida buena, el Estado democrático no puede serlo ante las concepciones del bien público. Precisamente porque aspira a la neutralidad entre las doctrinas del bien privado, defiende una doctrina del bien público: el que “consiste en maximizar la libertad de los ciudadanos para perseguir sus diversas concepciones del bien privado”5. Asegurar la enseñanza de estas condiciones públicas de la libertad privada sólo puede ser incumbencia del Estado.

Contra lo que pregona la objeción más repetida, los derechos a esta educación moral y política no son competencia exclusiva de la familia. Y es que los hijos -los sujetos básicos de tal derecho- no son prolongaciones de la personalidad de los padres ni tampoco criaturas del Estado, sino miembros simultáneos de la institución familiar y política. Como tales, a los padres les ampara el derecho a formar a sus hijos en las creencias que profesen, pero la sociedad a través de las instituciones públicas ha de ofrecer a cada niño los instrumentos intelectuales y la información suficientes sobre las alternativas entre las que algún día tendrá que elegir. Como no somos propiedad de nadie, “nadie debe estar determinado desde la cuna” a abrazar para siempre la fe de sus mayores. El indudable derecho de los padres en la esfera privada decae cuando quiere traspasarse también a la pública, es decir, cuando pretende prohibir la educación en los valores que contrarían sus propios valores. Y es que “no se educa a los niños para la armonía familiar, sino para la armonía social”, igual que la repercusión de su enseñanza no se limita a la familia sino que produce evidentes efectos públicos. De manera que a los padres les toca transmitir las virtudes que tengan por necesarias para la vida buena de sus hijos, pero a la sociedad democrática le incumbe la responsabilidad de educar en las virtudes necesarias para una sociedad justa de ciudadanos6.

Ninguna Iglesia puede tampoco, en una comunidad democrática, arrogarse ese derecho ni menos aún el papel de juez último acerca de la ortodoxia pública. Un Estado democrático, en tanto que laico, ha de separar la esfera privada de la religión de la esfera pública de la política. Los pecados en la una no siempre son delitos en la otra, los mandamientos particulares de la primera no pueden regir como mandatos universales en la segunda. Y, asimismo en tanto que pluralista, ese Estado ha de proteger el derecho de los padres a formar a los hijos en sus principios y prácticas religiosas; pero está obligado a la vez a la enseñanza pública acerca del marco común -las instituciones democráticas y su fundamento- que asegure y enriquezca la convivencia entre individuos y creencias diferentes.



Referencias bibliográficas
Aristóteles (1988): Etica nicomaquea (EN). Madrid. Gredos.
- (1988): Política (Pol). Madrid. Gredos.
Barber, Benjamin (2004), Democracia fuerte. Córdoba. Almuzara.
Beiner, Ronald (1987), El juicio político. México D.F. Fondo Cultura Económica.
Castoriadis, Cornelius (1998), El ascenso de la insignificancia. Madrid. Cátedra.
Elster, Jon (comp.) (2001), La democracia deliberativa. Barcelona. Gedisa.
Gutmann, Amy (2001), La educación democrática. Barcelona. Paidós.
Pettit, Philip (1999), Republicanismo. Barcelona. Paidós.
Platón (1981), Diálogos I (Prot). Madrid. Gredos.
Rubio Carracedo, José,y otros (eds.) (2003), Educación para la ciudadanía: perspectivas ético-políticas. Contrastes. supl. 8. Málaga.
Sartori, Giovanni (1988), Teoría de la democracia. 2 vols. Madrid. Alianza..
Schumpeter, Joseph (1984), Capitalismo, socialismo y democracia. Madrid. Folio.


Aurelio Arteta, "El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia", Alianza Editorial.

martes, 28 de octubre de 2008

TÓPICOS ANTIDEMOCRÁTICOS











(Primera sesión del seminario "Conceptos básicos de la democracia", 27/Octubre/2008).


Los tópicos delatan las creencias dominantes en una sociedad, los prejuicios colectivos más inconscientes y extendidos. Su función primera es acomodarnos al grupo, arroparnos con "lo que se lleva", vestirnos a la moda verbal del momento a fin de llegar a "ser de los nuestros". En una palabra, volvernos normales. ¿Pero olvidaremos que, según nos previno Adorno, la normalidad es la enfermedad moral de nuestro siglo? A base de amontonar esos lugares comunes, construimos nuestra comunicación más impersonal y automática, la más degradada. Decir lo que se dice ofrece la ventaja de que nos permite ahorrar el esfuerzo de ponernos a aprender, opinar sin el riesgo de pensar lo que decimos y, de paso, alcanzar la ilusoria certeza de entender y ser entendidos.

Para ceñirnos sólo a los tópicos políticos, nadie imagine que resultan tan sólo modos más o menos inocentes de expresarnos. Tal vez no haya otro síntoma más palmario de la pobreza conceptual y de las deficientes actitudes cívicas arraigadas entre nosotros que los lugares comunes con que las gentes se expresan. Ellos solos confirmarían la sospecha de que los ciudadanos capaces de comprender el sentido de sus instituciones públicas resultan cada vez menos numerosos. Bajo su usual y amable apariencia, no sólo nos instalan en una cháchara vacía y satisfecha, sino que provocan efectos públicos desastrosos. "Entre las condiciones para la democracia, la que menos se invoca es que las ideas erróneas sobre la democracia determinan que la democracia funcione mal" (Sartori 1988, 21). La colección de tópicos transmisores de estas ideas erróneas sería interminable, pero bastará con espigar sólo unos pocos bien conocidos.

Los prejuicios contra la política

Que sea, pues, el primero de ellos uno que se hace presente en múltiples campos, pero de efectos letales cuando se aplica al mundo político: Una cosa es la teoría y otra la práctica. Es un lugar común que, en el clima antiintelectualista de nuestros días, suele ser completado por ese otro que ordena dejarse de filosofías para ir al grano o bien olvidarnos de lo abstracto para pasar a lo concreto. Semejantes frases hechas quieren decir varias cosas, a cuál más nefasta.

Significan primero que la política tiene sus propias reglas que nada tienen que ver con lo que consagra su teoría o, más en particular, la moral pública. O sea, que una cosa es el deber ser y otra el ser, y que pasar por alto tal distinción es deslizarse hacia lo ilusorio o utópico. Resulta entonces que la actividad pública se reduce a pura correlación de fuerzas, a trasiego de intereses, a un juego de astucia y amenazas, pero en todo caso algo en lo que nada cuenta de hecho (ni debe contar de derecho) la discusión acerca de principios y, en último término, el valor de la justicia. Tal sería la turbia naturaleza de la política y poco va a mejorarla el hecho de calificarla de democrática.

Aquellas frases apuntan también sin duda a una devaluación del pensamiento en esta materia. Viene a subrayarse que la teoría de la práctica (o sea, acerca de la acción humana) no es tan "teórica" como la teoría propia de la ciencia; es decir, tan exacta, demostrativa y universal como esta última. Pero, aun siendo eso a fin de cuentas cierto, como se verá más adelante, de ahí no se siguen las enseñanzas que acostumbra a sacar el ciudadano medio. A saber, que las conductas privada y pública poco se relacionan con la teoría, como si no fuera ésta la que en buena medida produce o guía aquéllas, o como si tales conductas pudieran mantenerse en caso de que los agentes cambiasen las ideas que las inducen o las justifican. También se dice que la cosa pública representa el reino de la pura opinión, sin la menor aproximación a la verdad; o, lo que es igual, el lugar donde puede ser dicho lo que a cada cual se le ocurra, porque en esto todos albergan un saber de valor parecido y nadie tiene derecho alguno a juzgar ni a educar a nadie. Vengamos, pues, a lo concreto (por ejemplo, al plan municipal de viviendas), se dice, como si la decisión sobre ello no implicara ya conceptos abstractos o juicios de valor..., aunque faltos de análisis y contraste. Pero eso es lo que manda la mentalidad técnica presente: que no se discuta de los fines mismos y de su legitimidad, que se dan por supuesto, sino tan sólo de los medios adecuados a esos fines al parecer inapelables.

No denotan menos prejuicios contra la política y los políticos (y, por eso mismo, contra la democracia y sus autoridades) otro grupo de lugares comunes. Así, se oye por todos lados y a todas horas eso de que alguien es una persona decente porque no se mete en política, sino que va a lo suyo. Y se remata con el máximo timbre de gloria de que sólo vive para su familia: de casa al trabajo y del trabajo a casa. ¿Hará falta enumerar la serie de disparates que ahí están contenidas?

Pues se pregona que la política es un mal, un espacio más o menos perverso en el que reinan los más viles intereses o la mentira y sólo triunfan los canallas. La obligación del hombre honesto será huir de todo contacto con ella. De manera que la única clase de vida valiosa es la privada o íntima, y no hay más vida útil que la laboral, frente a esa otra vida ciudadana a un tiempo carente de valor e inútil. He ahí un capítulo nuclear del catecismo del hombre "normal" de nuestros días, que a muchos les animará a presentar como tarjeta de visita que no soy político... No importa que todo ello contradiga lo que los mejores pensadores morales y políticos nos han enseñado a lo largo de veinticinco siglos. A quienes se desentendían de lo común para preocuparse sólo de lo suyo (idíos), los atenienses del siglo V a.C. ya les llamaban idiotas...

Pero nadie a estas alturas debe ignorar que la política es cosa de los políticos y que sólo a ellos les toca dedicarse a ella, porque para eso les pagamos. Y así dejamos claro qué y cuánto cabe esperar de cualquiera en el cuidado de los asuntos de todos. Pero también revelamos no haber entendido que, como sólo unos pocos podrían hoy vivir para la política, habrá de aceptarse que se viva de la política si queremos que ésta sea lo bastante representativa. ¿Y quién no ha dicho u oído aquello de que todos los políticos son iguales, se sobreentiende: gente de poco fiar o unos aprovechados sin más distinción? Es la fórmula que, además de presumir la pureza intachable de la llamada sociedad civil -la organizada por el dinero y el mercado, no se olvide-, nos permite librarnos del esfuerzo por entender y debatir las diferencias de sus programas. En tono entre cínico y descreído suele añadirse que tenemos los políticos que nos merecemos. Y así, de paso que a ellos los disculpamos por ser de nuestra misma pasta, queda justificada nuestra propia desidia ciudadana. Pero el caso es que, cuando elegimos a esos políticos y los destacamos así sobre los ciudadanos corrientes, no es para que reproduzcan nuestro interés y mediocridad, sino para que representen nuestras mejores aspiraciones. Suena entre nosotros el soniquete habitual de que una determinada situación o medida es despreciable o al menos sospechosa porque se ha politizado y que no hay que politizar las cosas. Pero el caso es que -dejando la esfera privada a buen recaudo- hay que politizar todo lo que nos afecta en tanto que miembros de una polis, y en todo lo posible y cuanto más mejor. Es decir, ha de procurarse que todo lo tocante a nuestra libertad e igualdad públicas, que todo lo que pueda contribuir a nuestra mejor o peor vida colectiva..., pase por el examen del mayor número de ciudadanos, se debata entre ellos y se decida públicamente acerca de su conveniencia. Somos ciudadanos tanto más libres cuanto más politizados. Y, como no se entienda así, no es que el asunto de que se trate esté despolitizado, sino probablemente que habrá sido excluido del juicio y decisión de todos para ser politizado por y en beneficio de algunos. Se replicará que el tópico de marras sólo quiere denunciar los criterios o intervenciones partidistas o sectarias. Pero entonces debería haberse dicho que el problema en cuestión está mal politizado y que hay que empeñarse en politizarlo bien.

Confusiones y banalizaciones

Una de las mayores y más peligrosas simplezas políticas en circulación es la que sigue sosteniendo como si tal cosa que hay que condenar la violencia, venga de donde venga. Semejante consigna parece muestra de una exquisita sensibilidad moral y democrática en quien la emite, pero prueba más bien que éste ignora el abecé de la política o confunde la sociedad de los hombres con la comunión de los santos. Pues los hombres inventamos la política misma para obtener ante todo la seguridad y, después, todo lo demás cuyo resumen es la justicia. Si negáramos también la clase de violencia que el orden civil requiere, entonces nada nos pondría a salvo de una: la del más fuerte sobre los más débiles. A juicio del más elemental sentido común, para que nadie pueda recurrir impunemente a la violencia privada, alguien tendrá que disponer del derecho en exclusiva a ejercerla en nuestro nombre y para nuestra defensa; y ese alguien es el poder público. Eso sí, un Estado de derecho se caracteriza por fijar el marco, los requisitos, los límites a los que la violencia pública ha de atenerse.

Si justificamos aquel presunto pacifismo (en realidad, un blando angelismo) con eso de que la violencia engendra violencia, venimos a añadir entonces otra inmensa y biempensante tontería. Lo que presumiblemente desencadena una cadena imparable de venganzas es la violencia privada, mientras que la pública -cuando se ajusta a derecho- pretende precisamente poner fin a esa cadena infinita. Como tampoco revela gran reflexión repetir que la violencia es inútil, que con la violencia no se consigue nada, cuando es de las conductas más rentables y, por eso, más tentadoras y recurrentes en la vida social y política a lo largo de la historia. Pues ¿quién ha dicho que el miedo es libre? Por desgracia, demasiado a menudo (al quedar sin control racional) el miedo nos deja paralizados y sin iniciativa. Lo libre, en cambio, es la valentía o la cobardía con que respondemos a ese miedo y afrontamos lo temible.

Repetimos con toda convicción (y acierto) la sentencia de que el fin no justifica los medios, para dar a entender que los buenos objetivos no nos autorizan a servirnos de medios deshonestos, y, entre ellos, especialmente el de la violencia. ¿Pero hemos pensado que también pueden ser malvados o ilegítimos los fines, y carecer de todo fundamento razonable los presupuestos invocados en su defensa, se sirvan de los medios de que se sirvan...? A poco que se recapacite, habrá que poner en solfa también otro tópico de notoria actualidad y enorme riesgo. Me refiero a ese de que en ausencia de violencia, todos los proyectos políticos son legítimos o, en declaración aún más contundente, que sin violencia todo es posible. Pues la falta de violencia no justifica por sí sola lo que de suyo fuera injustificable; lo podrá hacer legal, pero no por ello legítimo o dotado de una razón moral que todos podamos aceptar.

Asistimos a una hiperinflación de la palabra "democracia" en la vida pública y no hay quien se prive de jactarse de conocerla o practicarla y hasta de asestar con ella golpes al oponente. Más valdría, parece, atenernos a un nuevo mandato que ordenara "no pronunciarás el nombre de democracia en vano".

El lenguaje político en nuestro país rebosa de expresiones tales como cuando la democracia llegó a España o ahora que vivimos en democracia para significar, por de pronto, el momento histórico en que una dictadura dejó paso a un régimen constitucional. En ese sentido, el tópico no está mal traído y conserva un sentido cabal. Lo preocupante de tal uso es que transporta asimismo la cómoda idea de que la democracia es algo que se adquiere con sólo decir que se ha adquirido, una forma política que se obtiene con la proclamación de una Constitución; en definitiva, un régimen que se conquista y se establece del todo y de una vez por todas. Frente a ello hay que repetir que la democracia, más que un régimen determinado, es ante todo un ideal político. Ninguna democracia establecida coincide con la democracia, es decir, con lo que demanda ese proyecto en dosis de igualdad, libertad, participación cívica o tolerancia. La democracia es una tarea inacabable.

Entretanto, hay demasiados lugares comunes que deforman gravemente la idea de democracia. Uno de ellos es la adjetivación fácil y reiterada de democrática atribuida a una demanda, una perspectiva, una decisión..., cuando se quiere decir simplemente que esa demanda, perspectiva o decisión son mayoritarias. Asimismo, a la hora de subrayar que aquella propuesta o manifestación resultan pacíficas y han transcurrido sin sobresaltos, es decir, con normalidad democrática. Pero el caso es que lo mayoritario no viene a ser sinónimo de democrático, porque la regla de la mayoría no expresa la esencia misma de la democracia, sino su principal instrumento de decisión. Lo contrario se plasma en ese dicho tan demagógico según el cual el pueblo nunca se equivoca, que se asemeja sospechosamente a aquel otro lema mercantil de que el cliente siempre tiene razón.

Un error habitual reside en la pretensión de trasladar sin mayor cuidado la democracia -que es ante todo el gobierno del pueblo o demos- a cualquier otro conjunto social más acá o más allá de la comunidad política. No me refiero ahora a ese uso indebido por el que se bautiza como ganancia democrática la extensión entre las masas del disfrute de un bien o el reinado de una moda. Así se habla de la democratización de la lectura o del turismo, cuando se quiere significar nada más que la masificación o popularización de ciertos hábitos o pautas de consumo. Aludo más bien a ese otro tópico que convoca a un programa de acción con vistas a democratizar la escuela, la universidad o la sanidad.

Pues no. Una cosa es que en estos ámbitos sea conveniente a no dudar la participación de sus miembros o usuarios, otra muy distinta otorgarles a todos ellos iguales derechos y responsabilidades. En los casos mencionados, padres e hijos, maestros y discípulos, médicos y pacientes ni están ni deben estar en pie de igualdad en la toma de decisiones familiares, académicas o sanitarias respectivamente. Un riesgo de la democracia mal entendida es el igualitarismo sin matices. Porque la democracia instaura sólo (y no es poco) la igualdad de derechos políticos entre los ciudadanos e idealmente la igualdad pública de oportunidades entre los individuos; pero no puede ni debe impedir que en múltiples aspectos sociales seamos desiguales y con derechos al reconocimiento diferentes.

Las tres amenazas mayores

No vendría mal resaltar tres peligros que hace ya tiempo asedian a las conciencias democráticas. El primero consiste en su juridización, o sea, en su desmoralización. Ahí están esas expresiones tan recurrentes de que es plenamente legítimo decir o hacer esto o aquello, que cada cual está en su perfecto derecho para pensar o actuar como le venga en gana. ¿Estamos seguros de lo acertado de estas muletillas tan solemnes? La primera no distingue entre legalidad, legitimación y legitimidad, una disposición que conduce a juzgar impecable todo lo que consagra la ley o el uso social mayoritario. Y así la pregunta por su justicia está por lo general de más, el se puede legal (o el se hace social) agota el se debe moral y no tiene sentido interrogarse por el mayor o menor valor de aquel comportamiento o medida: lo valioso se ha transformado hoy en lo válido. De modo que ese estar en su perfecto derecho de decir o hacer no va más allá del permiso que el código nos concede (o que los más nos permiten). Lo que queda bajo silencio es lo conveniente o perjudicial, lo verosímil o absurdo, lo justo o injusto de eso que, al margen de todo ello, es legal. Se plantea, por ejemplo, el valor de una conducta individual o colectiva, los factores que la fomentan o los efectos que de ella pueden derivarse. La respuesta más probable será que el sujeto de marras tiene derecho a ello, y no hay más que hablar.

Reducida la palabra pública al mero derecho de cada cual a pronunciarla, pero sin el menor cuidado de su valor de verdad, nadie tiene por qué esforzarse en pertrecharla de argumentos que la defiendan frente al adversario o que la vuelvan más persuasiva ante las gentes. Como el contrincante tiene vedado de antemano pedirnos razones de nuestras tesis, no sea que parezca cuestionarnos el derecho a exponerlas, nadie debe preocuparse de dar con los fundamentos de sus preferencias políticas. Con ello se desacredita al mismo tiempo todo empeño en propiciar la deliberación acerca de las grandes decisiones públicas. En esta raquítica democracia lo que importa es votar, no debatir lo que se vota; la única facultad en juego es la voluntad, y no la razón. Al final, para nuestros políticos casi todo se resuelve hoy en un voluntarioso apostar, como si la opción adoptada no se basara en argumentos razonables o en unos valores objetivamente preferibles a otros; como si, al contrario, fuera una opción puramente azarosa o sin más apoyo que el capricho.

De ahí también la falsa tolerancia que se muestra en ese todavía manido tópico cargado de excelente conciencia y aceptado como signo de amistoso talante: a saber, que todas las opiniones son respetables. Seguramente no hay frase hecha que mejor condense el antiintelectualismo, el relativismo y, en resumidas cuentas, el nihilismo contemporáneo. Ni expediente más útil para quedar inermes frente a la sinrazón de los ignorantes o el fanatismo de los totalitarios.

Pues, además del que siempre debemos a su sujeto, el único respeto que las opiniones requieren es su libre contraste, por si de él brota un saber más universal y mejor fundado. Sería ya pasmosa la incoherencia de una máxima que, en su mismo enunciado y al admitir lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad y, con ella, su falta de respetabilidad. Con todas las reservas con que se quiera trasladarlo al mundo de la conducta práctica, ¿es que aquí no tiene sitio el principio de no contradicción? Lo que no vale es saltar de un brinco desde el derecho a la libertad de pensamiento o de su expresión... al valor de lo pensado y al derecho a que se respete lo libremente expresado. En una materia que afecta tanto y a tantos, esa libertad de expresión viene a una con el compromiso de argumentar mejor lo que se expresa y con el derecho a (y el deber de) enfrentarse a los argumentos del que mantiene las posturas opuestas a las nuestras.

Al margen de una notoria pereza, semejante lenguaje trasluce un desprecio inocultable hacia las ideas en general y hacia las ideas políticas en particular. En lo que concierne al bien público, sólo hay opiniones y opiniones -además- de calidad equivalente. Si se proclama que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces se viene a consagrar la tesis de que ninguna vale en realidad nada. De ahí, por ejemplo, el habitual ésa será tu opinión, tan aceptable como la de cualquier otro, o el conocido dictamen de que es una opinión muy discutible..., emitido justamente con intención de no discutirla. No es aventurado suponer que tal desdén hacia las ideas provenga de la escasez de nociones y convicciones propias. Ni tampoco es impensable que esté operando una especie de contrato perverso, en virtud del cual estamos dispuestos a tolerar cualquier parecer no ya por consideración al otro (y menos aún a sus ideas), sino a fin de asegurarnos su recíproco consentimiento para nuestras propias ocurrencias. Sea como fuere, tan sensible es el ciudadano de nuestros días a cuanto ofrezca visos coactivos, que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebida imposición. Y así, ante la previsible réplica enojada de No querrá usted convencerme, el buen tono exige disculparse por adelantado: No pretendo convencerle, pero.... Lo que parece presuponer que las ideas políticas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible en el que estuviera vetado adentrarse.

Y todo ello acaba reflejado en la circunspecta recomendación de que no hay que juzgar. Hoy el valor más celebrado es el empeño en no valorar. Semejante abstención, digámoslo cuanto antes, representa a menudo todo lo contrario de altura de miras y tolerancia; certifica más bien la completa dimisión del sujeto civil y moral. No habrá que extrañarse de que, anulados los juicios, reinen sin disputa los prejuicios. Su principal versión será la indiferencia y, con ella, la irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas. De ahí también esa indecente equidistancia, que se cree equitativa por tratar igual a los desiguales; es decir, porque se ahorra el esfuerzo y el riesgo de acercarse a dirimir de qué parte está lo razonable y de cuál la sinrazón, dónde se halla más la justicia o la injusticia... Pero la empresa democrática demanda de los ciudadanos atreverse a juzgar, para así vivir en una sociedad bajo permanente examen público de sus opciones y en continuo debate de sus ideas. Hace ya cuarenta años Hannah Arendt dejó sentado que al criminal Eichmann -como a tantos hombres "terrorificamente normales"- le aquejaba la falta de reflexión para distinguir lo bueno y lo malo. Por eso nos previno contra ese fenómeno contemporáneo sumamente peligroso que es "la tendencia a rechazar el juzgar en general. Se trata de la desgana o incapacidad de relacionarse con los otros mediante el juicio (...). En eso consiste el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal".

Aún queda por recoger un reciente comodín del pensamiento que se tiene por progresista, una presencia obligada en toda conversación de buen gusto. Me refiero a ese cliché según el cual por principio lo diferente o diverso es bueno, de igual modo que la discrepancia o el desacuerdo enriquecen siempre. Su versión estética y cognitiva se resume en que el mundo sería muy aburrido de otra manera, o sea, en caso de que desaparecieran las diferencias y entre los humanos predominara la concordia. En su vertiente moral, el principio no es menos preocupante. Pues lo que viene a consagrar es que lo diverso es valioso, no por ser bueno, sino nada más que por ser diverso. Se niega así todo derecho a emitir cualquier juicio de valor comparativo y nos toca escuchar la biensonante letanía de que tal o cual conducta, creencia o modo de vida no es mejor ni peor, sino simplemente distinta.

Pero es sabido que tópico semejante funciona sobre todo en clave política e inspira la tesis capital de ciertos multiculturalismos y otros torpes relativismos de nuestros días. A saber, que las conductas o costumbres o concepciones del mundo de las gentes no son valiosas por lo que como tales valgan, sino nada más que porque son varias o distintas entre sí. De suerte que ya no se trata de marcar diferencias de valor entre ellas, sencillamente porque el valor supremo está en la mera variedad y diferencia. Ese valor fundamenta el derecho a la diferencia. A partir de tal supuesto, los nacionalismos étnicos dan un paso al frente y extraen de él sus postulados soberanistas. El derecho a la diferencia acaba reivindicando la diferencia de derechos.

Pongamos de momento punto final a esta larga serie para dar paso a los capítulos de este libro. Si el lector se ha visto "descubierto" en alguno de estos tópicos, si ha comprendido así lo conveniente de reforzar su conciencia democrática, se adentrará con más ganas en lo que sigue.

Aurelio Arteta, "El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia", Alianza Editorial.

viernes, 10 de octubre de 2008

CICLO DE SEMINARIOS:

CONCEPTOS BÁSICOS DE LA DEMOCRACIA

DIRIGIDO A: Todos los demócratas que quieran serlo en mayor medida.
PONENTE: Aurelio Arteta Aisa, catedrático de Ética y Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.
LUGAR: Hotel Blanca de Navarra (Avda. Pío XII 43, Pamplona).
HORA: 20:00 a 21:30.
FECHAS: Lunes 27 de Octubre, 24 de Noviembre y 15 de Diciembre de 2008.
INSCRIPCIÓN: Gratuita. Se ruega confirmar asistencia por teléfono ( 689316370 ) o mediante correo electrónico ( conceptosbasicosdelademocracia@gmail.com )
ORGANIZA: UPyD Navarra. Coordinadora territorial.


El Seminario se propone explicar las cuestiones principales acerca de la democracia: su naturaleza y justificación, su procedimiento de toma de decisiones, las figuras básicas que hoy reviste y algunos de los desafíos que afronta. Al ponernos a esta tarea, damos por sentado el notable influjo que un mejor saber político de la gente tendría en la cosa pública y su gobierno: pocas empresas hay tan dependientes de la fuerza y claridad de las razones de sus protagonistas como la democrática. Nuestra conducta ciudadana será relativa a nuestra idea de democracia, a lo que creamos que ésta sea, pero no menos a lo que puede y debe llegar a ser. Por ello nadie nace demócrata, sino que más bien se hace. Nadie puede suponer que ya es demócrata, o que no puede serlo más, o que es demócrata en todos sus comportamientos políticos o que –pase lo que pase- no puede dejar de serlo. El buen ciudadano se halla en estado de educación democrática permanente.

Aurelio Arteta.